El bienestar físico y mental no es algo que debamos empezar a considerar en la vejez. Al contrario, las decisiones que tomamos en la juventud y en la mediana edad pueden tener un efecto acumulativo profundo sobre nuestra salud a largo plazo. Diversos estudios recientes han señalado cómo hábitos como el consumo excesivo de alcohol, el tabaquismo y la falta de actividad física están directamente relacionados con una menor calidad de vida en etapas posteriores.
Una de las principales conclusiones extraídas de investigaciones sobre el estilo de vida y la salud es que desde los 36 años comienzan a notarse de manera más clara los efectos negativos de los hábitos poco saludables. A esa edad, aumenta significativamente el riesgo de padecer enfermedades no transmisibles, las cuales representan aproximadamente el 74 % de todas las muertes a nivel global.
Las llamadas «conductas de riesgo» son aquellas acciones o elecciones que afectan de forma negativa nuestro bienestar. Entre las más comunes están fumar cigarrillos, consumir alcohol en cantidades superiores a lo recomendado (más de ocho porciones a la semana para mujeres y quince para hombres), así como llevar una vida sedentaria. Estos comportamientos, cuando se adoptan de forma continua y desde edades tempranas, no solo influyen en el cuerpo, sino también en la mente, pudiendo provocar síntomas de depresión, ansiedad y otros problemas emocionales.
Un estudio a largo plazo llevado a cabo con individuos nacidos en 1959, todos de la misma comunidad, destacó cómo estos hábitos pueden influir con el tiempo. El estudio se ejecutó en momentos clave de la vida: a los 27, 36, 42, 50 y 61 años. De los participantes iniciales, más de 200 personas finalizaron el seguimiento. Aquellos que mantenían un patrón constante de comportamientos dañinos, como el consumo frecuente de tabaco y alcohol además de una actividad física escasa o inexistente, mostraron mayores niveles de enfermedades crónicas y un deterioro en su salud mental al alcanzar la vejez.
Los investigadores concluyeron que las decisiones tomadas en la juventud tienen un efecto directo en el proceso de envejecimiento. Este impacto se refleja no solo en el cuerpo, con la aparición de enfermedades como diabetes, hipertensión, enfermedades cardiovasculares y respiratorias, sino también en el estado emocional y psicológico, lo que puede derivar en depresión o sentimientos de soledad crónica.
Ante esta situación, la prevención se consolida como un recurso vital. Fomentar iniciativas de sensibilización desde la niñez, centradas en la adopción de prácticas saludables, es fundamental para alcanzar una sociedad más saludable. Estas acciones no solo tienen el potencial de elevar la calidad de vida personal, sino también disminuir la presión sobre los sistemas de salud pública.
Seguir un estilo de vida que integre ejercicio físico habitual, una alimentación equilibrada, la disminución o eliminación del uso de sustancias perjudiciales y la atención al bienestar mental puede influir significativamente en el proceso de envejecimiento de una persona. No se trata de transformaciones drásticas de un momento a otro, sino de añadir hábitos diarios que, con el tiempo, producen un cambio notable.
Sin duda, el mensaje es evidente: preservar la salud no debe ser una tarea postergada. Las elecciones que tomamos hoy se transforman en la base de nuestro bienestar futuro. Es fundamental actuar con sensibilidad, compromiso y responsabilidad desde este mismo momento.